Para terminar con la idea de Naturaleza, reanudar con la ética y la política
En el siguiente artículo, el activista antiespecista francés Yves Bonnardel analiza y pone en cuestionamiento la idea de naturaleza, como una construcción artificiosa y sin fundamento que opera perfectamente dentro del orden especista para delimitar a los individuos de otras especies, otorgándoles una finalidad y sujetándolos a su propia "esencia natural". Es un llamado al reconocimiento de esta errónea idea, muy difundida y aceptada, para superarla y virar el enfoque hacia la ética y la política, en el necesario camino hacia el fin del especismo.
por Yves Bonnardel | 22 abril 2021
Lo natural es bueno, repetimos[1]. La Naturaleza es un orden, armónico, donde toda cosa está en su lugar, que no hay que desordenar. Inspira un sentimiento religioso de respeto, en un sentido de adoración y de temor (como de sumisión frente a todo lo que nos parece poderoso y peligroso). Sin embargo, si la naturaleza designa todo lo que existe, nada entonces puede ir «contra natura». Si al contrario la naturaleza designa una parte de lo que existe, hablar entonces de «contra natura» sólo tiene sentido si suponemos, no sólo que existe esta naturaleza, sino también que es la sede de una finalidad. Pues nada sostiene este punto de vista. La ciencia a lo menos, desde Darwin, se ha mantenido en silencio en relación a este punto[2]. El único sostén de la existencia de tal finalidad queda en la fe (simple fe en el orden natural, o fe religiosa). Además, la existencia de una entidad «Naturaleza» dotada de una finalidad no arreglaría el problema ético en sí: no resulta automáticamente de la existencia de la Naturaleza (o la de Dios) el hecho de que haya que someterse a su voluntad.
En sí, cultivar un sentimiento de «respeto» de lo que aparece como una potestad, y de sumisión a un orden (aun disfrazada en «voluntad de armonía»), no parece un buen augurio… Y no obstante, la idea de naturaleza queda omnipresente en los discursos normativos. En la práctica, la actitud es más ambigua. A veces los humanos denuncian con indignación lo que juzgan como contra natura, a veces celebran las conquistas que permitieron a la humanidad escaparse de los rigores de su condición primitiva. Nadie desea de verdad que imitemos a la naturaleza en todo punto, pero nadie renuncia sin embargo de buena gana a la idea de que la Naturaleza tiene que servirnos de ejemplo o de modelo. Las consideraciones sobre lo que va contra natura y lo que es natural (supuestamente equivalente a normal, sano, bueno…) ponen demasiadas veces en cortocircuito la reflexión sobre lo que sería bueno o malo hacer, sobre lo que es deseable y por qué, según cuál criterio. La idea de naturaleza contamina los debates morales y políticos…
Esta mística goza de una buena recepción : una buena parte de la población clasifica las actividades humanas como «naturales» (o buenas, originales, auténticas…) y artificiales (degeneradas, desnaturalizadas, malas…)
La reverencia para el orden natural
Lo natural queda fuertemente asociado a juicios de valor. La publicidad utiliza la palabra «naturaleza» para designar o evocar cualquier noción de connotación positiva: campo, salud, tradición, eternidad, fuerza, autenticidad, sabiduría, simplicidad, paz, esplendor, abundancia… El sentimiento de la naturaleza aporta un «suplemento de alma» bienvenido en el mundo de la mercancía, participa en el «reencantamiento del mundo» capitalista: ¿Qué, a la hora de venderse, no es natural?
La ideología del «respeto de la naturaleza» aventaja cada vez más la de la victoria sobre la naturaleza, mientras que una es el espejo de la otra. Los «avances» de las ciencias y técnicas suelen ser reconocidos como etapas en la Larga Marcha del Progreso, mientras que al mismo tiempo insistimos en temas alarmistas sobre los riesgos incurridos al jugar a los «aprendices – brujos». En los dos casos, se recurre más a mitos (el Progreso versus el «Hombre demiurgo») que a unas reflexiones sobre el carácter positivo o negativo de las consecuencias para el conjunto de los seres aludidos. La dosis de las dos actitudes parece totalmente arbitraria: hoy, la genética y las biotecnología son víctimas en primera fila del reflejo «pro naturaleza», en particular cuando tocan a la reproducción humana: Otras innovaciones médicas están guardadas sin «estado de alma» del lado del Progreso. ¿Qué esta distinción provenga por parte de una reflexión sobre las consecuencias posibles de unas y otras basta para explicar por qué ayudar a una pareja a dar a luz a un niño por fecundación in vitro plantea, según la formula sagrada, «graves problemas éticos», mientras que remediar, antes de la concepción, a ciertas causas de esterilidad no? Todo pasa como si hubiésemos decretado que ciertos dominios dependen de lo sagrado: la naturaleza previó un procedimiento preciso de la reproducción y nos expondríamos a sanciones terribles en caso de no subyugarnos a ella.
Reacciones del mismo orden se manifiestan en diversos episodios: repentinamente el temor inspirado por alguna noticia reanima la idea de que la Naturaleza manda y castiga. Así la inquietud sucedida por la transmisión a los humanos de la encefalopatía esponjiforme bovina hizo decir que la desgracia venía de haber permitido la crianza natural de bestias herbívoras con harinas animales[3].
Así asistimos hoy a la resurgencia de un pensamiento religioso, laicizado gracias a la sustitución de la palabra Dios por la de Naturaleza. La descubrimos por ejemplo inserta en los discursos que elevan el respeto de los equilibrios naturales al rango de valor en sí. En su primer sentido, el equilibrio es un término puramente descriptivo. Designa un estado de inmovilidad o de permanencia: las relaciones que mantienen los elementos de un ecosistema son tales que conserva su estructura, los seres que lo componen siendo invariantes o renovados al idéntico[4]. En el lenguaje corriente no obstante, la palabra «equilibrio» designa más que este estado particular (de descanso por oposición al movimiento), para revestir un sentido de estado ideal. El equilibrio de los ecosistemas se mide en «orden de la naturaleza» o en «armonía de la naturaleza». La noción de orden evoca un sistema donde cada ser o categoría de seres consigue su justo lugar. La de la armonía hace pensar en un estado de unión o de convenio, donde cada parte se armoniza lo mejor posible con los demás para contribuir a la belleza del conjunto[5]. Estas palabras sugieren la imagen de una Naturaleza que ordena al mundo para el bien de sus criaturas, haciendo sentir al mismo tiempo el peligro que implica el desarreglar su perfección.
En la medida de que la creencia no se deja formalizar mucho, creemos más adaptado el hablar de mística de la naturaleza que inmediatamente de religión. Omnipresente, está como disoluta en la vida social, formando uno de los ruidos de fondo de nuestras existencias, está formulada explícitamente como sistema solamente para algunos. Éstos son la voz de una religiosidad que se distingue de las religiones tradicionales, en el sentido de que están perfectamente en fase con la sociedad moderna: una religiosidad individual pero comuna, comuna pero no colectiva. Una mística difusa que elaboran los individuos atomizados, y que ellos celebran muchas veces individualmente, en el secreto de su espíritu – en toda laicidad.
Esta mística goza de una buena recepción : una buena parte de la población clasifica las actividades humanas como «naturales» (o buenas, originales, auténticas…) y artificiales (degeneradas, desnaturalizadas, malas…). Si algunos comulgan en las asociaciones de «protección de la Naturaleza» o las tiendas «organicas» (y excomulgan los medicamentos, las píldoras, la química y el hormigón…), más numerosos todavía son los fieles que no practican. Muchas personas experimentan así la crisis ecológica actual en términos naturalistas: nuestra especie, vista como grupo biológico, se cuestionaría en sí misma, la humanidad sería de cierta manera maldita y podría, por su esencia, solamente «destruir la naturaleza». Esta manera de abordar los problemas muy reales escamotea la cuestión de las relaciones sociales (a eso justamente sirve invocar a la naturaleza) y no permite buscar soluciones concretas, políticas: de manera evidente, no son sin embargo todos los humanos ni todas las actividades sociales las que pesan de un peso destructivo igual sobre nuestro ámbito y nuestras vidas… Respecto al creer que los pueblos «primeros», supuestamente «cercanos a la naturaleza» (¿por qué no decir como en el tiempo de la colonias: «pueblos primitivos» o «naturales»?) podrían ayudarnos brindándonos un tipo de «sabiduría original»… ¿No sería más útil volver a hablar de las relaciones sociales de explotación, capitalistas, patriarcales, etc.?
Por nuestra parte, no vemos en la naturaleza (realidad) armonía, ni modelo que seguir, ni fuente de castigos útiles o merecidos: podríamos detallar «sus» fechorías hacia los humanos y los otros animales. Podríamos detallar también las tentativas para justificar las desgracias que ella causa por los beneficios que resultan supuestamente de ellas, tentativas que se pueden imputar al esfuerzo desesperado de teólogos para sostener que la Creación es en todo momento buena ya que es obra de Dios. En realidad, no creemos que la Naturaleza exista, que el mundo sea ordenado, equilibrado, armónico, que las cosas tengan un lugar natural, y tampoco que exista una naturaleza de las cosas. La noción de «realidad» nos basta, es descriptiva, y no prescriptible como lo es la de «naturaleza». Se imaginan actos «contra natura»; ¿pero actos «antireales»? No violamos la realidad, ni siquiera la transgredimos. Desembarazados de un temor religioso, estaríamos entonces libres para reflexionar sobre lo que sería bueno o malo hacer.
Al asignar una naturaleza a los seres, afirmamos unas veces un derecho otras veces una finalidad o un deber-ser. Con una arbitrariedad máxima. Así, el hecho de que las mujeres puedan parir generó muchas veces la idea de que tendrían que parir o que su verdadera naturaleza se cumple solamente en la maternidad.
Naturaleza y ética: el salto de «lo que es» a «lo que debe ser»
Nos imaginamos de buena gana que las cosas tienen una esencia que hace que son lo que son y no otra cosa, que tienen tal propiedad y no otra, que tienen una «naturaleza» que les es propia, que organiza sus características, su crecimiento, su devenir, y que garantiza que se quedarán en el lugar que les está asignado en el «orden del mundo» y que desempeñarán su papel ; así «madre Naturaleza» supuestamente tiene que dar a cada elemento su naturaleza. Asociamos una finalidad a esta supuesta «naturaleza» de las cosas, los seres que componen una categoría «de misma natura» están hechos para algo o destinados a comportarse de cierta manera: Es solamente cumpliendo lo para que están hechos, que realizan su verdadera naturaleza. Así un gato tendría que comportarse de acuerdo a su naturaleza de felino, o de carnívoro. Si no actúa conformemente a esta naturaleza, sería percibido como «degenerado».
Las esencias son esenciales; no se deben tocar. Así, no se debe mezclar cosas declaradas de esencia (de naturaleza) diferente. El mismo reflejo genera rechazo hacia los mestizajes. La naturaleza de las cosas no tiene que ser «alterada», de lo contrario corre el riesgo de que el orden que garantizaba su mantenimiento se disuelva en caos. Este imaginario mitológico condena las biotecnologías porque crean quimeras, porque enturbian las fantasmáticas fronteras entre las especies o, en el caso de la clonación humana, profanan supuestamente una sacrosanta unidad[6]. Acá también, no obstante, el problema no es saber si las consecuencias de nuestra actividad son naturales o artificiales, si «violan leyes de la naturaleza» (si «transgreden una frontera natural» – como lo tiene que ser supuestamente la frontera entre especies), sino evaluar si son perjudiciales o no, peligrosas o no, y para quién. Plantear los problemas en términos de una ciencia artificial industrial moderna mala que se opondría a una sabiduría natural artesanal tradicional buena, impide razonar según criterios racionales. En particular, respecto a las biotecnologías, muchas veces eso equivale a desviar la atención de este problema fundamental que es el hecho de que no son las poblaciones la que deciden de su destino (podríamos aun hablar hoy del porvenir del mundo) ni siquiera de los medios que poner en acción. Un criterio similar vale para el movimiento de la agricultura «orgánica» que, a pesar de su buena voluntad, pone finalmente hacia el público más énfasis sobre el credo «lo natural es bueno» que las cuestiones éticas y políticas de propiedad de medios de producción y de distribución, o de decrecimiento sostenible con fines ecológicos y reparto de las riquezas.
Al asignar una naturaleza a los seres, afirmamos unas veces un derecho otras veces una finalidad o un deber-ser. Con una arbitrariedad máxima. Así, el hecho de que las mujeres puedan parir generó muchas veces la idea de que tendrían que parir o que su verdadera naturaleza se cumple solamente en la maternidad. El hecho de que los órganos sexuales macho y hembra permiten la procreación pudo ser interpretado como un mando de la naturaleza (o de Dios) que exige que sirvan sólo para eso[7]. En cambio, el hecho de que la boca sea un punto para la ingestión de los alimentos llevó pocas veces a los moralistas a condenar a los que la utilizan para soplar en un clarinete. La naturaleza es la norma.
Lo más frecuentemente, lo percibido como natural no es más que lo habitual o admitido en una sociedad dada – en particular para los que se encuentran en posición dominante: cuando ya no es por derecho divino, es por hecho de naturaleza que los adultos tienen el deber de dirigir la vida de los niños, los hombres la de las mujeres, los blancos de «civilizar» a los negros u otras «razas», los humanos de reinar sobre las demás «especies», etc. Los dominados lo son por naturaleza, los dominantes lo son por naturaleza[8]. El discurso es brutal pero eficaz. Acá también, la invocación de la Naturaleza permite la economía de una discusión argumentada sobre nuestros valores y sobre nuestras elecciones que supuestamente tendrían que derivarse de ellos. No hay más que debatir, las elecciones están hechas.
Naturaleza y discriminaciones intrahumanas
Tomemos la noción de raza; el problema no radica en que nos hemos divertido en distinguir variedades de humanos (los con la piel negra, los con la piel blanca, con los ojos rasgados o no, las rubias y las morenas, etc.), es que hemos «naturalizado» ciertas clasificaciones así operadas (las que ofrecieron un interés político): la «piel negra» se volvía el signo de una raza, una raza que era en realidad una naturaleza. Tener la piel negra acabó desde entonces siendo una característica, una propiedad entre otras, para significar una esencia, una pertenencia a una categoría que engloba: el individuo pertenece desde entonces a una clase, que le determina totalmente; se vuelve un representante. Ya no tiene una piel negra, es negro. Desaparecida toda individualidad, se vuelve un espécimen que exprima ante todo su categoría. Desde luego, eso vale sobre todo para los dominantes: si los negros son esencialmente negros, los blancos son blancos ciertamente pero ellos no se reducen a su color de piel.
Así mismo para los sexos: ya no tengo tal o cual sexo, que constituiría una de mis particularidades, sino que soy de tal o cual sexo. Mi sexo supuestamente tendría que decir todo lo que soy. Es más patente todavía para las mujeres. Tota mulier in útero: la mujer está completamente definida por su útero. Los hombres, en cambio, son plenamente humanos, encarnan la especie, la universalidad, mientras que las mujeres serían específicas particulares, distintas.
Así mismo, los niños son niños, y sus reacciones son percibidas solamente como expresiones de niños, y no como de individuos; los adultos serán plenamente humanos, individualizados. Son la norma…
Muchos antirracistas o antisexistas, desgraciadamente, se niegan a acabar con la idea de naturaleza e intentan simplemente socavar la pertinencia de las categorías de sexo y de raza haciendo sus contornos lo más vagos posible. Esta táctica es particularmente evidente en lo que concierne al racismo cuando se resume en la formula «las razas no existen, hay solamente una raza humana». Respecto al sexismo, la afirmación equivalente «los sexos no existen» es demasiado abrupta, pero la propuesta según la cual «todos nos constituimos en partes masculina y femenina» es un substituto frecuentemente empleado. Estas formas de argumentación tienen en común la posibilidad de exponer sin poner en cuestión dos características fundamentales de la cercanía «naturalista»: la transformación de los individuos en seres portadores de la esencia de su categoría, y la justificación del estatuto ético de los miembros de este grupo por los rasgos naturales que supuestamente les corresponden. La opinión dominante hoy no quiere renunciar a buscar su justificación en las intenciones de la naturaleza, ni discutir la pertinencia moral de los límites «naturales».
Este día de liberación no ha llegado todavía, y hoy como ayer, la discriminación de la cual son víctimas los animales es tan arbitraria como el racismo, y la explotación – omnipresente, masiva, feroz – que resulta es por esto tan injustificable moralmente como lo era la esclavitud.
Naturaleza y especismo [9]
De hecho, existe un dominio en el cual la mayoría de la opinión no puede ser explicada de otra manera que por la adhesión a estos dos postulados, a pesar de que los que la comparten tienen pocas veces consciencia de ella. Se trata de la definición de seres de los cuales tendríamos que preocuparnos (los «pacientes morales»). ¿A quién «no tendríamos que matar», «dañar», «tratar como un simple medio para conseguir nuestros propósitos»? Generalmente, la respuesta es: los seres humanos, mientras que tendría que ser lógicamente: todos los que pueden padecer estos comportamientos. Existen pocos temas donde la «diferencia natural», en este caso de especie[10], es utilizada con muy poca precaución como frontera moral. Para los que así hemos excluido, se admite no solamente que su bien se confunde con «lo que la naturaleza previó para ellos», sino también que se les asimila en caso de necesidad con lo para que nos sirven: los gatos están hechos para cazar a los ratones, los carneros para ser esquilados y las gallinas para ser asadas.
¿Existen entonces caracteres naturales que justifican de forma evidente el hecho de no preocuparse de los intereses de los seres sensibles cuando no son humanos[11]? El simple hecho de preguntar es muchas veces juzgado como sacrilegio. Por lo tanto, si consideramos a los miembros concretos de la especie, tenemos la gran dificultad de encontrar un carácter que sea a la vez exclusivamente humano y presente en todos los humanos. Los rasgos distintos generalmente invocados no pertenecen a todos los humanos. Caracterizan un humano tipo, una naturaleza humana que nos gustó dibujar para las necesidades de la causa (y que corresponde a un humano adulto mentalmente sano). La definición misma del «humano» es en lo absoluto difusa. ¿Son humanos los fetos? ¿Quid de los espermatozoides o los óvulos? ¿Quid de los individuos en coma superado, que nos sentimos obligados a declarar en «muerte clínica» (mientras que están indudablemente vivos) para autorizarnos a «desenchufarlos»? El criterio del humano no corresponde en nada a una definición científica aceptable por cada uno, independientemente de sus prejuicios filosóficos o teológicos. Es también importante notar que los rasgos alegados para justificar la discriminación hacia los no humanos (la inteligencia, la razón, la libertad, el hecho de «haber salido de la naturaleza», etc.), no solamente son indefinidos, sino también que sobre todo no mantienen ninguna relación con lo que justifican supuestamente. Nos podemos felicitar aparte de que no sean tomados en serio respecto a los numerosos humanos que no son inteligentes, ni razonables, ni libres… Raramente, estos mismos argumentos son aceptados sin tergiversar cuando se trata de animales: no tenemos ningún escrúpulo en tratarlos de forma tal que, cada día en Francia, decenas de millones de ellos sienten el miedo, la angustia, el sufrimiento, el tedio, la rabia. Nuestras prácticas generan sensaciones – penosas, dolorosas o insostenibles – que desearíamos nunca sentir. Si tomáramos en serio estas contradicciones, podríamos cambiar nuestras prácticas individuales y colectivas para cesar inmediatamente lo esencial de este sufrimiento.
Hace más de dos siglos ya, Jeremy Bentham resumió en estos términos las objeciones que levanta una actitud especista:
«Los franceses ya descubrieron que la negrura de la piel no es en ningún caso una razón para que un ser humano sea abandonado sin recursos al capricho de un verdugo. Reconoceremos quizás un día que el número de patas, la pilosidad de la piel, o la forma como se termina el sacrum son razones tan insuficientes para abandonar un ser sensible al mismo destino. ¿Y qué otro criterio tendría que trazar la línea incruzable? ¿Es la facultad de razonar, o quizás la de discurrir? Pero un caballo o un perro adulto son sin comparación animales más racionales y también más habladores que un niňo de un día, o aun de un mes. Y si no lo son ¿qué cambiaría? La pregunta no es: ¿pueden razonar? ni ¿pueden hablar? sino más bien: ¿pueden sufrir?»[12]
Este día de liberación no ha llegado todavía, y hoy como ayer, la discriminación de la cual son víctimas los animales es tan arbitraria como el racismo, y la explotación – omnipresente, masiva, feroz – que resulta es por esto tan injustificable moralmente como lo era la esclavitud. Es un zócalo sobre el cual se edificó nuestra civilización. Se puede pensar que si el naturalismo ocupa todavía este lugar fundamental en nuestra cultura, es en gran parte porque es irremplazable para justificar el especismo.
Nuestra humanidad, en efecto, parece tomar valor solamente en proporción del desprecio acordado a los animales. Se define enteramente por contraste con la « animalidad », es decir con sus representantes más indicados de una Naturaleza a la cual se opone punto por punto : los humanos son individuos que poseen un valor intrínseco, tienen una historia, son racionales, conscientes y libres, han emergido con brillo del « estado de naturaleza », mientras que los animales son mecanismos funcionales del orden (la Naturaleza), especímenes de su especie, que actúan por su instinto[13] y presos de su naturalidad sin esperanza de remisión. Hemos dividido el mundo real en dos imperios que se definen uno por oposición al otro: uno, reinado de libertad y de individualidad, de dignidad exclusiva, el otro, reinado del determinismo y de la funcionalidad, de la ausencia de valor propio. Aceptamos entonces una doble moral, nacida del esencialismo cristiano: una moral de la igualdad en el seno del grupo « biológico » de la especie humana y una moral fundamentalmente elitista, jerarquizada, hacia los individuos de las demás especies. Es sobre la base del « elemento » jerárquico de nuestra moral que se han elaborado las discriminaciones racistas o sexistas: basta con restringir el grupo de los « iguales » y naturalizar las categorías apuntadas para trasladarlas « al otro lado de la barrera ». Prueba suplementaria, si se necesita, de la extrema arbitrariedad (y de la gran peligrosidad) de estas nociones de Humanidad y de Naturaleza, que sin embargo suponen fundar nuestra ética, y por consiguiente nuestra política.
De hecho, si existen diferencias radicales que establecer en lo real, no residen en las oposiciones entre natural y humano, natural y social, natural y artificial, innato y adquirido[14], etc. Desde un punto de vista científico, filosófico tanto como ético, no es esta distinción entre supuestos « seres de libertad » y « seres de naturaleza » la que parece en lo sucesivo pertinente, sino más bien la entre una materia sensible y una materia inanimada, entre estas cosas reales que experimentan sensaciones, que entonces sienten deseos y de este hecho actúan en función de fines que les son propios, y esas otras cosas que no sienten nada, que no tienen interés, a las cuales no les importa nada, que no dan ningún valor a los acontecimientos y ningún blanco a su existencia. Entre los seres sensibles y las cosas insensibles, entre los animales para resumir, y las piedras o las plantas. Más todavía que la existencia de una consciencia reflexiva, el « simple » hecho de que la materia pueda en meros casos revelarse capaz de experimentar sensaciones es por otra parte una impresionante enigma, y la explicación de este misterio será sin duda el desafió que tendrán que relevar las ciencias en el transcurso de este siglo que comienza.
Son las cosas vivas sensibles las que dan un valor a lo que viven. Los únicos valores que existen objetivamente son los que cada ser sensible da a su propia vida, a sus momentos vividos y al mundo que le rodea. En este sentido, el mundo no es insensato, absurdo, sino que tiene un sentido, ¡o más bien tiene muchos! Sentidos que no resultan de una totalidad, sino de cada uno de los seres que, separadamente, porque son sensibles, dan un sentido al mundo que les es propio. Las únicas cosas que tienen un valor propio por sí mismas son estos seres sensibles: nosotros todos, que sentimos el mundo, que sentimos nuestra vida, que sentimos el dolor y el placer, el deseo y la repulsión, que conocemos la intención, la voluntad y el rechazo. Nosotros todos: no solamente los humanos, sino también el conjunto de los seres dotados de sensibilidad.
La sensibilidad ha sido desvalorizada porque excluida de los valores evidenciados por el humanismo (la Razón, la Libertad, etc.). Constatamos no obstante estas últimas décadas una evolución hacia una toma en cuenta creciente del sufrimiento y del placer en sí mismo. Sabemos hoy que los cuidados paliativos para los humanos, y aun para los animales de compañía, se desarrollan por fin, y no queremos más por ejemplo operar a los recién nacidos sin anestesia[15]. Así mismo, empezamos a preocuparnos del bienestar de los animales de cría. Estamos desde luego lejos de una reivindicación de igualdad de consideración, pero es notable que una preocupación nueva aparece por los afectos, las sensaciones, las emociones, una valorización de lo sensible como tal. Pensamos que se trata de una emergencia de un movimiento que saca sus raíces de los siglos precedentes, que han visto en particular la sensibilidad al sufrimiento (la de sí y la de los demás) tomar una importancia progresiva. Este movimiento de atención creciente a nuestra vida sensible podría ser calificado de « sensibilista »… Pero no busquen en el diccionario, la palabra no figura todavía.
Terminar con la idea de naturaleza, reanudar con la ética y la política
La regla «obedecer a la naturaleza» carece de sentido. Es con el costo de amalgamas (en particular entre dos sentidos perfectamente distintos de la palabra «ley», que designa una regularidad o un mando) que una corriente de pensamiento multiforme pretende fundar una ética sobre el «respeto» del «orden natural» o la obediencia a las «leyes de la naturaleza». Volver a esta idea de naturaleza no es menos que un retroceso o una llamada de orden.
Las ideas recibidas se propagan escapando a todo cuestionamiento crítico. Pero las propuestas vacías o falsas no se vuelven verdaderas a fuerza de repetición. Constituyen un peligro porque ofrecen una línea de conducta ilusoria o errónea frente a problemas bien reales. Invocar a la naturaleza en lugar de principios claros como medio de juicio es uno de los mayores defectos que discapacitan los numerosos movimientos contemporáneos que desean mejorar el mundo.
Invocar un criterio de naturalidad en lugar de un criterio de justicia permite asentar todas las injusticias. La ética es la búsqueda del bien. La única ética digna de este nombre es la que se aplica a todos los seres a quienes se puede cuidar o hacer daño, es decir a todos los seres conscientes (sensibles). Eso resulta del principio de justicia o de equidad: la igualdad, por definición, rechaza toda discriminación arbitraria.
Muchos prefieren hoy abismarse en la nostalgia de una « edad de oro » o de « modos de vida tradicionales armónicos » que nunca han existido, a luchar aquí y ahora por el advenimiento por fin de mundos que se preocupan de los demás mundos, de todos los demás. La política, si se quiere fundada sobre la ética, no tiene nada que ganar tampoco al querer plasmar sus valores sobre el sentimiento de la naturaleza.
Afortunadamente, no hay ninguna fatalidad naturalista: no está en la «naturaleza» de nadie el hecho de preferir una friolera reverencia al Orden a un debate abierto y contradictorio sobre lo que es justo o no hacer.
Yves Bonnardel
Activista libertario e igualitario, comprometido contra todas las formas de dominación. Coautor en la revista antiespecista francesa "Les Cahiers Antispécistes", cocreador de la marcha "Veggie Pride" en 2001, Participante en la creación y organización de la "Jornada Mundial por el Fin del Especismo" y posteriormente, la "Jornada Mundial por el Fin de la Pesca" junto a la organización PEA-Pour l'Egalité Animale. Coautor en la revista digital antiespecista L'Amorce.
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